Gilbert Becaud
‘Lo importante es la rosa’,
el poeta cantó.
Me cautivó la rosa,
me cautivó Becaud.
De la rosa, el perfume,
su frescura y color;
la canción del poeta,
y de Gilbert, su voz.
Gilbert Becaud
‘Lo importante es la rosa’,
el poeta cantó.
Me cautivó la rosa,
me cautivó Becaud.
De la rosa, el perfume,
su frescura y color;
la canción del poeta,
y de Gilbert, su voz.
Visita nocturna
Masco las nueces verdes y el tabaco de pipa me despierta. Tímida mujercilla, el sueño en calzoncillos se me huye.
Bajo descalzo siguiendo el rubio olor. Los engranajes, dientes de la rueda,
escalo y descalzo, con los pies muy ahumados, por la pared de cal.
Alguien sin mi permiso se ha instalado esta noche en el alma que habito
llenándola de huevos empollados.
La terrible tormenta les cogió en descampado y, al parecer, entraron sin
llamar a las orugas vírgenes.
Revuelto encuentro el escritorio y copas en la mesa con restos de alcohol.
Sospecho que eran ciegos los que se refugiaron.
No sé cómo llegaron al libro de visitas, pero escribieron frascos en
lenguaje de braille con tampón ilegible.
Tan abiertas dejaron las puertas al marchar que, ¡ala! el viento acarreó
todas las hojas, las de plátano rugosas y amarillas hasta el mismo sofá y un
cardo seco y gris vino riendo.
Algo comía, subida en una silla, la descarada ardilla, preñadita de griegos
y de rabos peludos.
Siete si conté bien las urracas de Asís joven Francisco picoteaban las
migas y las uñas pintadas.
Adicta y comprensiva es el alma que tengo. No me sentó muy mal, pero
pensando en ella –los años no perdonan- del dintel de los sueños colgué este
cartelón:
“Por favor, al salir, entórnenme la puerta.”
Félix
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Sarpullido
de amor
y los
ojos acuosos, cada vez
que
a mí vienes descolgada
del
cielo misterioso donde habitas.
Siempre
estás,
me ocupas
por entero, todo el tiempo,
todo
el espacio y vida.
Cuando
a ratitos sales a ver flores
y el
vuelo de las aves,
para
oler el tomillo y el romero
y el
libar de la abeja
y de
los corderillos su balar…
Cuando
al ratito vuelves,
sarpull¡do
de amor
y ojos
acuosos.
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Triple sorpresa
Cuando Didacus, el fornido herrero, vio que Don Nuño de Montferrato
regresaba al pueblo montado en su caballo, dejó de golpear el yunque, y puso
pies en polvorosa.
Cuando Doña Mencia vio llegar a su esposo, al que creía entretenido en
la Segunda Cruzada, se asustó tanto que se desmayó.
Cuando Don Nuño de Montferrato vio a su esposa desmayada y comprobó
que el cinturón de castidad había desaparecido de su cuerpo, montó en cólera y
persiguió al herrero, que iba camino de la Tercera cruzada.
Félix
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Sin tu dulce presencia se han secado
Sin tu dulce presencia se han secado
las flores de mi alma;
se me llenó de abrojos el jardín,
las espinas se clavan en mi carne,
madreselvas salvajes y agresivas
me axfisian y sofocan.
Del jardín de mi edén un ángel malo,
con su espada flamígera,
nos expulsó a los dos:
se te llevó en el aire arrebatada
y tu ausencia me trajo noche oscura.
¿A dónde iré. mi amor?
Félix
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Piando se quedó, mirando al suelo
Aquel poetastro volaba tan alto que se dormía en los
aires como los vencejos. Era un loco Narciso, Ícaro impenitente buscando al astro
rey. Le gustaba epatar escupiendo palabras. Cada mañana su esposa se asomaba a
la ventana y agitaba un pañuelo rojo para hacerle saber que no había vuelto a
casa desde el último nido y que ya era hora.
Aquel poetastro pensó por fin que su esposa tenía razón,
descendió con temor de que le marearan las “bajuras” y le hizo el amor con la
urgencia y necesidad de volver a las alturas.
Pero aquel poetastro tenía las alas tan largas que, como le sucede a los vencejos, una vez posado en el suelo, ya no pudo remontar.
Félix
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Con la que está cayendo
Se muere mi planeta, llora, grita;
escucho preocupado sus lamentos;
triste me quedo viendo que agoniza
y que se me desangra por momentos.
Por incuria y desidia, somos todos
culpables de la ruina y ajamiento
de los bosques, del clima, de los mares
de la contaminación y de los muertos.
Mas, quedan por completo prohibidos
la depresión, el desaliento, el miedo,
luchemos por salvar la madre tierra
bien a pesar de la que está cayendo.
Félix
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Mi pueblo
En la retina de mi niñez, guardo el trigo verde, moteado de amapolas y los
rosales silvestres bordeando los caminos.
En el oído, la campana anunciando la fiesta y los difuntos; y el tribal
sonido de la caracola en boca del pastor.
En el olfato guardo el olor de la tierra después de la tormenta y la
fragancia fresca de la menta que la lluvia lavó.
Guardo en la boca, el gusto vegetal del arlo y sus uvillas, el agraz de la
endrina y el maduro del rubio zarramón.
En mis manos, el tiento seco y rugoso da la toza y el del cortante cuchillo
del carámbano.
En el alma, el regocijo de saberme de este pueblo que me vio nacer y que acunó
mi infancia.
Félix
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Te he traído unas flores
Tenía muchas ganas de volver
a encontrarme contigo,
de acercarme a tu cuerpo que reposa
después del sufrimiento.
Lo primero, decirte,
que te echo de menos, que te quiero
más que nunca he querido.
Te he traído unas flores:
un ramillete fresco
de rosas, de claveles
y blancas margaritas,
que escogí para ti con mucho amor.
Me
adelanté a la gente,
que en estas fechas viene a reunirse
con sus seres queridos que partieron.
Hay mucha paz aquí,
en este Campo Santo.
Pasa el jardinero y me saluda;
me siento en el bordillo,
bajo el ciprés gigante,
mientras paso un rosario de recuerdos.
Ya va para tres años, sin embargo,
me atropella el potrillo del dolor,
y se agolpa en el pecho una punzada
que se sube a la pupila y se licúa.
En el silencio mudo yo te cuento
cómo
les va a los hijos,
cómo crecen los nietos,
cómo me las arreglo sin tu amor,
cómo pesan los días en tu ausencia.
Te añoro, Inmaculada.
Con las flores te dejo, yo me voy
con un beso en tu alma
y en la mía el consuelo.
Félix
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En la corola
Me acerqué para comprobar si olía el clavel reventón.
-Zzzznnn, hola, ¿me conoces? -me preguntó ella.
-No, ¿quién eres? -respondí.
-La Abeja Maya -me dijo.
-¡Vaya! ¡Qué alegría! ¿Y qué haces aquí? -le pregunté.
-Ya ves, polinizando, zzzznnn... -me zumbó.
Félix
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