Titiriteros
En dos carromatos de madera,
profusamente adornados con motivos desvaídos por el tiempo y las lluvias,
llegaron una tarde cualquiera de verano. Viejos y niños los recibimos en la
plaza, y nuestros corazones brincaron con la
alegre novedad. Mientras un joven alto y cetrino desenganchaba los
flacos jamelgos, enjaezados con vistosos correajes, de la parte trasera iba
descendiendo la troupe. Primero lo hizo un hombre entrado en años, de bigotes
enormes, del que llamaba la atención su floreado chaleco con ribetes rojos.
Tendió la mano para ayudar a bajar a una mujer oronda, alicatada de carmín y
colorete, vestida hasta los pies con ancha falda azulada y tocada de seda
vaporosa en forma de turbante. Dos muchachas aparecieron después generosas de
escote, de labios y mohines, rubias como diosas y vestidas de colores
transgresores. La mayor acunaba en sus brazos a un bebé que gimoteaba y la otra
traía de la mano un niño de unos cuatro años con pelo amarillo y pecas
abundantes.
Desde ese momento y desde mis ocho
años, sólo tuve ojos para la chica joven, desinteresado por completo por la
relación de parentesco que entre ellos pudieran tener. La vi desatar una cabra
de uno de los carros, mientras el joven empuñaba una trompeta; el hombre, en
cuyo hombro hacía equilibrios una mona, se acoplaba una acordeón; la mujer
tomaba un pandero grande y sonoro; la joven del bebé cargaba además con una
silla; y el niño pecoso se enganchaba a un cuerno de la cabra.
En tumultuoso jolgorio acompañamos los
niños a la troupe en un pasacalles surrealista y festivo. A las órdenes del
joven trompetista cesaba la charanga discordante, y anunciaba con voz impostada
la “Gran Función a las ocho en el salón de Marina”, mientras la muchacha de mis
atenciones descansaba de su bailoteo
insinuante, después de que la cabra se hubiera subido a la silla para hacer
piruetas increíbles.
En el Salón de Marina, se hacía baile
los domingos, gracias al rasgueo virtuoso que generosamente prodigaban Pedrito
y Manuel en sus respectivas bandurria y
guitarra. El Salón de Marina, los días ordinarios, era un bar donde en la noche
los hombres, al pie de la barra, llenaban el suelo de cáscaras de cacahuetes y
pieles de sardinas saladas, mientras bebían botellines de cerveza. Al salón de
Marina me acompañó mi tía Gabriela después
de muchos ruegos y súplicas a mis padres que no estaban por la labor, y nos
sentamos en las sillas que traíamos de casa, dispuestos y nerviosos por ver “la
gran función”:
Con pretendida gracia y poca voz, el
viejo de los mostachos y la señora oronda nos invitaron a reír con un rosario
de coplas de picadillo. El joven y la muchacha mayor interpretaron un sketch
erótico que el público aplaudió enardecido. Yo esperaba que saliera la muchacha que me cautivó; y cuando apareció
sufrí viendo como su cuerpo semidesnudo se martirizaba en contorsiones
imposibles, ya que se doblaba como si careciese de esqueleto interno. El viejo
volvió para realizar juegos de magia, llegando a adivinar el nombre de cinco
personas del público, escogidas “al azar”. Salió de nuevo el joven para contar
chistes verdes. Después de cada uno, el viejo arrancaba unos acordes a la
acordeón y las mujeres hacían gestos cómplices, mientras la gente reía. La función
terminó cantando juntos todos los artistas una canción húngara lánguida y
sentimental.
De vuelta a casa y con las sillas a
cuestas, mi tía Gabriela me dijo: “A tus padres no les contaremos todo, ¿eh?”
Félix
Imagen:https://www.blogger.com/b
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada